¿El derecho a diseñar bebés? Los derechos humanos y la bioética

Foto: Qimono/Pixaby (CC0 Creative Commons)


El escándalo de edición genética que llegó a los titulares a finales de noviembre, cuando el investigador He Jiankui afirmó haber creado a unas gemelas cuyo ADN alteró en la etapa embrionaria, aumentó la conciencia global acerca de la decisión que pronto se tendrá que tomar en consecuencia sobre cómo utilizar y regular nuevas y potentes biotecnologías humanas. Esta controversia sobre si debería estar permitido modificar los genes de los niños y las generaciones futuras ya había vuelto a surgir en 2015, después de que la herramienta de edición genética CRISPR-Cas9 se utilizara por primera vez para cambiar el ADN de embriones humanos en el laboratorio. Curiosamente, la conversación actual suele pasar por alto un amplio conjunto de deliberaciones sobre la “modificación genética hereditaria” que se llevaron a cabo en la década de los 1990, cuando comenzaba el mapeo del genoma humano.

Para fines de la década de los 1990, la mayoría de los expertos en bioética, los gobiernos y las organizaciones internacionales habían acordado que sería un error introducir alteraciones hereditarias en el genoma de los seres humanos. Esto se consideró como una línea roja que nunca debería cruzarse, con base en una profunda preocupación por la integridad de las generaciones futuras. Había inquietudes sobre el riesgo de provocar consecuencias inesperadas y daños posiblemente irreversibles para las personas del futuro, así como de abrir la puerta a una nueva forma de eugenesia, mucho más radical que las que hemos visto en el pasado.

De hecho, el concepto fundamental que sustenta los acuerdos internacionales existentes sobre bioética y edición genética establece que no tenemos derecho a usar tecnologías para diseñar a nuestros descendientes según nuestras preferencias, incluso con las mejores intenciones. Aun cuando el objetivo inicial de las alteraciones genéticas es mejorar la salud y evitar la transmisión de enfermedades, simplemente no es posible prever todas las consecuencias involuntarias. Además, existe un riesgo demasiado alto de que poco a poco comencemos a hacer cambios genéticos para el diseño no terapéutico de nuestros hijos, y no está nada claro que debamos tener tal poder sobre nuestros descendientes.

Los límites entre la terapia y la mejora pueden ser difíciles de definir. La edición genética reproductiva no trata a seres humanos ya existentes que están enfermos, sino que se dirige a personas futuras que aún no existen, y a las generaciones sucesivas. En otras palabras, hay métodos más seguros y menos complicados para que las personas con riesgo de transmitir enfermedades genéticas tengan hijos no afectados.

El hecho de que una nueva técnica como CRISPR-Cas9 haga que “cortar y pegar” genes sea más fácil y más barato no significa que debamos entenderla como si se tratara de un procedimiento técnico, al estilo de la edición mediante un procesador de texto. Los cuestionamientos sociales y éticos fundamentales no cambian. Si bien los padres pueden sentirse con derecho a hacer todo lo posible por el bien de sus descendientes, y los descendientes de sus descendientes, no es necesario aceptar las visiones esencialistas que sostienen que “somos nuestros genes” para afirmar que esta no es una diferencia de grado, sino de naturaleza.

Seamos claros: no hay un conflicto inherente entre la innovación tecnológica y los derechos humanos. De hecho, los derechos humanos dependen de los avances prácticos que alivian las cargas de miseria y enfermedad de las vidas de las personas. Sin embargo, el progreso tiene una dimensión moral inexorable y, por lo tanto, la incorporación de cualquier tipo de innovación tecnológica, incluidas las terapias genéticas, requiere una amplia deliberación colectiva sobre sus usos permisibles, efectos previsibles y regulación.

Dados los titulares recientes sobre la supuesta edición genética en China, otros científicos sin escrúpulos podrían decidirse a intentar editar la línea germinal en cualquier momento. Por eso, es crucial que se promulguen y apliquen leyes a nivel nacional y global. Más de 40 naciones han aprobado leyes que prohíben los usos reproductivos de la modificación genética en seres humanos. El Convenio de Oviedo del Consejo de Europa también lo hace. Este tema, como el cambio climático y muchos otros, requiere una acción concertada a través de las fronteras y el fortalecimiento tanto del derecho internacional como de la capacidad de gobernanza global. El anuncio de la OMS sobre la creación de un Consejo Asesor es una grata noticia, pero no es suficiente. Los titulares recientes sobre supuestos bebés con ediciones genéticas fueron una llamada de atención.

Ha llegado el momento de aumentar y movilizar la conciencia de diversas comunidades de los sectores de salud, ética y derechos humanos, entre otros, sobre lo que está en juego en la lucha mundial por la justicia social y la equidad en la salud.

Haríamos bien en recordar las palabras de Albie Sachs, uno de los arquitectos de la nación sudafricana después del apartheid y el primer presidente del icónico Tribunal Constitucional de Sudáfrica, en uno de los primeros casos sobre derechos de salud (citando a Ronald Dworkin): “Si las personas quieren conservar la autoconciencia y el respeto por sí mismas, que es el mayor logro de nuestra especie, no dejarán que ni la ciencia ni la naturaleza simplemente sigan su curso, sino que lucharán por expresar, en las leyes que crean como ciudadanos y en las decisiones que toman como personas, su mejor manera de entender por qué la vida humana es sagrada. Y el lugar que corresponde a la libertad en su dominio”.